Creo que hay películas como “The dead and the others (Chuva é Cantoria Na
Aldeia Dos Mortos)”, con el que se
inicia la tercera sesión de la sección oficial de Cine Independiente
IBAFF, que no deberían valorarse con una
puntuación de 1 a 10 sino con
adhesiones a la causa que representan: aquí
un
pueblo indígena del Brasil de hoy cuya cultura, cuya existencia misma
pende de un hilo frente al empuje “civilizatorio”... Porque, tal como la filman su directores João Salaviza y Renée Nader, con serena admiración y asombro, sin prejuicios ni
conclusiones predeterminadas, es indiscutible que posee un valor incalculable
para el resto de la humanidad, y no como vestigio de una época perdida sino
precisamente como baluarte de resistencia en una lucha desigual que todavía hoy
se produce en el corazón mismo de nuestro presente. La tensión que el joven protagonista
experimenta tras la muerte del padre, entre el destino al que le conducen los
lazos con su comunidad y su lugar de origen, y las otras posibilidades que se
abren más allá, es la nuestra... Entiendo
por qué les gustó tanto esta película al
público de Cannes, y comparto el sentimiento. ¿Acaso la marginación y la precariedad
material en la que viven este joven y su pueblo, pueden ocultar su grandeza espiritual, pasar
por alto la profundidad de su cantos, enturbiar la belleza de sus paisajes
interiores y exteriores, o disminuir la
riqueza de los vínculos con la tierra que habitan?... Creo que más bien al
contrario, esta negatividad las realza. En este tipo de existencia reducida a lo
esencial para su conservación se revela más nítidamente el sueño de una
conexión directa, mágica, profunda y fundamental con el mundo, que nuestra “evolución” nos ha quitado a la mayoría
y sólo podemos recordar, si es que lo recordamos, vagamente; y que apenas conseguimos recuperar
sino cerrando los ojos, o en el contexto
de la fantasía utópica o de buen cine contemplativo como éste, que en tal sentido me recuerda al de
Robert J. Flaherty, a Kaneto Shindo en “La isla desnuda”, al F.W. Murnau de “Tabú”, a Werner Herzog en “Donde sueñan
las hormigas verdes”... Y ¿por qué si
no, en una de las escenas más conmovedoras de la película, cuando el
protagonista acepta su transformación y se sumerge en el manantial de su nueva
vida consciente, se libera en la sala de proyección
un sentimiento espontáneo de alivio parecido
a una reconciliación, o una ilusión momentánea de ella, como un desafío en
medio de todas las incertidumbres que nos rodean?... ¿O tal vez me equivoco y no hago más que
divagar subjetivamente?
También está
relacionada con la resistencia, me
parece a mí, la siguiente película de la sección oficial del día, en este caso una
resistencia artística, no solitaria sino colaborativa. En un contexto muy
alejado al de la anterior y con pretensiones muy diferentes, el director de “Coalesce:
A City Composed”, pone la atención en
los procesos compositivos de una pintora de paisajes y de un músico autodidactas cuyos trabajos pretenden converger,
capa a capa, en una exposición colectiva final titulada igual que la película. Si en
efecto convergen o no es otra historia, una cuestión de gusto seguramente; sin
embargo la “ciudad compuesta” por esos cuadros y esos temas musicales, unidos a
los comentarios de los dos artistas mientras los componen, da como resultado
una experiencia curiosa y gratificante. Seguramente no deberíamos preguntarnos
sobre el sentido general de la pintura y de la música, ni sobre el cine, pero lo hacemos porque vivimos
en la era informática dentro de una ola cada vez más grande de digitalización
en que las máquinas no sólo se hacen
fuertes, omnipresentes, sino también más
sensibles y capaces de adueñarse de nosotros o acompañarnos creativamente. Y ese
simple gesto afirmativo abierto a nuevas oportunidades ya sorprende, como si se tratara de una victoria. Como
si en él residiera un aspecto esencial característicamente humano inalcanzable
para ellas.
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