lunes, 10 de abril de 2017

LA PLANTA




  La planta había sido trasladada –no se sabe todavía con qué intención, o si la hubo- a un tiesto demasiado apretado como para que pudiera crecer sanamente en él, o simplemente para que pudiera extender y afianzarse con una mínima seguridad sobre sus raíces; así que, buscando compensación, ella concentró toda su fantasía, vigor y orgullo en las partes más altas, las hojas.


 
 El resultado era una anomalía de lo más llamativa, pues las hojas (fascinantes por su color y formas caprichosas –algunas de las cuales parecían emular, con sus enrevesadas estructuras capilares, brazos y manos de hombre- pero con un espesor y una longitud desproporcionadas) la condenaban a doblegarse contra sí misma y a llevar una vida a ras del suelo, como hierba,  enredadera o planta trepadora, en lugar de encontrar soporte al impulso de su natural vida aérea,  y alcanzar por sí misma la luz en su altura predeterminada, en el caso de que  consideremos que existe para cada planta una altura predeterminada y una tendencia natural hacia ella.  

El tallo, curvado sobre el borde del tiesto, desparramaba sus hojas en todas direcciones fuera de él, dejando sin protección (a la intemperie) el delgado piso de tierra que cubría sus raíces. Lo cual hacía a la planta especialmente vulnerable en su proceso de expansión, pues invitaba así sin pretenderlo a sus indeseados vecinos parasitarios. Como no podía generar con elevación su necesaria zona de sombra, esa pizca de tierra que le sirviera de apoyo en sus primeros momentos no tardó en volverse también enemiga, una prisión demasiado escueta para sus partes profundas, las más exploradoras. / En el punto álgido de su desesperación estas empezaron a agonizar en busca de la superficie… Y así la planta hizo crecer dentro de sí la necesidad inconcebible, pero comprensiva, de ponerse a andar y de trepar por las paredes de alrededor, de colgarse en cualquier asidero posible de la ventana próxima o del techo

 Por ello no es de extrañar (es un hecho sin duda tan fabuloso como sorprendente pero en modo alguno inexplicable) que en cierto punto, ella consiguiera transformar la fibra mimética de su cuerpo en una articulación suficientemente coherente como para ponerse de pie sobre el tiesto, todavía dentro del tiesto, si bien con torpeza y haciendo un ridículo movimiento autogiratorio para darse impulso cabría decir sin exagerar que con la misma dignidad, o incluso mayor por inesperada, que la natural de un animal o de un hombre, sobre todo si tenemos en cuenta para nuestra consideración la supuesta historia atávica de sus orígenes





 De cualquier modo, ¿de qué le sirvió semejante “heroísmo”?... Su dueño, observador hasta entonces aparentemente indiferente a su proceso, lo interrumpió de un manotazo con una cólera imprevista, justo antes de que se le endurecieran las uñas (o algo parecido a “uñas”,  se vió claramente que le faltaba muy poco) y pudiera desembarazarse por sí sola del tiesto... ¿Por qué saltó desde la penumbra de su mecedora así de golpe, para obligarla a volar aceleradamente ventana abajo, hacia la calle?,  ¿la ayudaba o la conducía así a mayores peligros?... ¿qué había pretendido con ese gesto su dueño”?... ¿es que ya “no” lo era?:  ¿había aprendido a “cuidarse por sí misma” y ya no le necesitaba?

Desde el suelo empedrado de la calle, algo que reía entre los pedazos de tan inesperada liberación empezó a revelarle este tipo de preguntas, y observó el mundo por primera vez, con recién nacidos ojos, cómo el que había sido su “dueño” se aferraba con ambas manos (igual que ella se aferraba con sus hojas, cuando era sólo una planta, a los bordes de su tiesto), al marco de la ventana por la que acababa de arrojarla, mientras todo rugía a través de él  y en derredor,  y cómo estiraba hacia ella su cuello corto trenzado de finísimos pliegues y arrugas, como si la buscara a ella con su mirada...   Pero por mucho que se esforzara no podía verla porque la planta ya no era sólo una planta, y por tanto como tal ella ya no existía,  se había ido de allí o se había transformado efectivamente en “otra cosa”.
 Evidentemente el que había sido su dueño ya era muy viejo para cuidarla y no se sentía su dueño, eso le parecía a ella, no es que no pudiera reconocer por miopía o ceguera los contornos de la existencia que realmente llevaba, en el concreto contexto de su realidad de todos los días: o bien se reflejaba a sí mismo mejor en “la nada”,  en el “salto al vacío” que en ningún otro espejo.  Lo cual a ella le convenía. ¿Qué o quién sino el Sol en persona  podría ahora detenerla?