La planta había sido trasladada –no se sabe
todavía con qué intención, o si la hubo- a un tiesto demasiado apretado como
para que pudiera crecer sanamente en él, o simplemente para que pudiera
extender y afianzarse con una mínima seguridad sobre sus raíces; así que,
buscando compensación, ella concentró
toda su fantasía, vigor y orgullo en las partes más altas, las hojas.
El
resultado era una anomalía de lo más llamativa, pues las hojas (fascinantes por
su color y formas caprichosas –algunas de las cuales parecían emular, con sus
enrevesadas estructuras capilares, brazos y manos de hombre- pero con un
espesor y una longitud desproporcionadas) la condenaban a doblegarse contra sí
misma y a llevar una vida a ras del suelo, como hierba, enredadera o planta trepadora, en lugar de
encontrar soporte al impulso de su natural vida aérea,
y alcanzar por sí misma la luz en su altura predeterminada, en el caso de
que consideremos que existe para cada
planta una altura predeterminada y una tendencia natural hacia ella.
El tallo, curvado sobre el borde del tiesto,
desparramaba sus hojas en todas direcciones fuera de él, dejando sin
protección (a la intemperie) el delgado piso de tierra que cubría sus raíces.
Lo cual hacía a la planta especialmente vulnerable en su proceso de expansión,
pues invitaba así sin pretenderlo a sus indeseados vecinos parasitarios. Como no podía generar con elevación su necesaria
zona de sombra, esa pizca de tierra que le sirviera de apoyo en sus primeros
momentos no tardó en volverse también enemiga, una prisión demasiado escueta
para sus partes profundas, las más exploradoras. / En el punto álgido de su desesperación estas
empezaron a agonizar en busca de la superficie… Y así la planta hizo crecer
dentro de sí la necesidad inconcebible, pero comprensiva, de ponerse a andar y
de trepar por las paredes de alrededor, de colgarse en cualquier asidero
posible de la ventana próxima o del techo.
Por ello
no es de extrañar (es un hecho sin duda tan fabuloso como sorprendente pero en
modo alguno inexplicable) que en cierto punto, ella consiguiera
transformar la fibra mimética de su cuerpo en una articulación suficientemente
coherente como para ponerse de pie sobre el tiesto, todavía dentro del tiesto,
si bien con torpeza y haciendo un ridículo movimiento autogiratorio para darse
impulso cabría decir sin exagerar que con la misma dignidad, o incluso mayor
por inesperada, que la natural de un animal o de un hombre, sobre todo si tenemos
en cuenta para nuestra consideración la supuesta historia atávica de sus
orígenes…
De
cualquier modo, ¿de qué le sirvió semejante “heroísmo”?... Su dueño, observador
hasta entonces aparentemente indiferente a su proceso, lo interrumpió de un
manotazo con una cólera imprevista, justo antes de que se le endurecieran las
uñas (o algo parecido a “uñas”, se vió
claramente que le faltaba muy poco) y pudiera desembarazarse por sí sola del
tiesto... ¿Por qué saltó desde la penumbra de su mecedora así de golpe, para
obligarla a volar aceleradamente ventana abajo, hacia la calle?, ¿la ayudaba o la
conducía así a mayores peligros?... ¿qué había pretendido con ese gesto su
“dueño”?... ¿es que ya “no” lo era?:
¿había aprendido a “cuidarse por sí misma” y ya no le necesitaba?
Desde el suelo empedrado de la calle, algo que
reía entre los pedazos de tan inesperada liberación empezó a revelarle este
tipo de preguntas, y observó el mundo por primera vez, con recién
nacidos ojos, cómo el que había sido su “dueño” se aferraba con ambas manos
(igual que ella se aferraba con sus hojas, cuando era sólo una planta, a los
bordes de su tiesto), al marco de la ventana por la que acababa de arrojarla,
mientras todo rugía a través de él y en
derredor, y cómo estiraba hacia ella su
cuello corto trenzado de finísimos pliegues y arrugas, como si la buscara a
ella con su mirada... Pero por mucho
que se esforzara no podía verla porque la planta ya no era sólo una planta, y
por tanto como tal ella ya no existía,
se había ido de allí o se había transformado efectivamente en “otra
cosa”.
Evidentemente el que había sido su dueño ya
era muy viejo para cuidarla y no se sentía su dueño, eso le parecía a ella, no es que no
pudiera reconocer por miopía o ceguera los contornos de la existencia que
realmente llevaba, en el concreto contexto de su realidad de todos los días: o
bien se reflejaba a sí mismo mejor en “la nada”, en el “salto al vacío” que en ningún otro
espejo. Lo cual a ella le convenía. ¿Qué
o quién sino el Sol en persona podría
ahora detenerla?
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