"¿No ves que las plantas, los pájaros, las hormigas, las arañas, las abejas hacen las tareas que les corresponden, contribuyendo así a la armonía del mundo?"
Marco Aurelio, Meditaciones, Libro V, 1
Sin duda, "Un reino oscuro" es una novela oscura por su contenido, por el mundo que retrata y las historias de la mayoría de los personajes que lo habitan; no así por el estilo ni por su estructura formal ni, presumiblemente, por el soplo crítico, y poético, que lo impulsa. Dos grupos de pasajes bien diferenciados, que se van alternando de manera clara, lo conforman: uno que podríamos denominar "atmosférico", con apuntes históricos sobre la relación con el poder de nobles, reyes y políticos de distintas épocas; y otro genuinamente ficcional centrado en las historias que los dos hilos conductores del relato, los arquitectos, oyen por boca de sus clientes y de los criados de éstos, en sus viajes de trabajo por los bosques oscuros de un indeterminado reino oscuro, de cuya atenta narración se encarga el hijo del arquitecto. Para el sufrido pintor de paisajes igual que para el duque ocioso, para el escritor paranoico igual que para el ex-pianista lúgubre de la corte, la sociedad, la vida, el mundo, aparecen como un reino oscuro sin posibilidad de redención, sin ninguna salida, porque, aunque detestan su destino y al rey que los gobierna, no pueden dejar de ser sus cómplices. Atravesados mortalmente por la contradicción no alcanzan a ver más allá de ella y la prefiren a toda costa incluso, por encima de cualquier atisbo liberador, de autosuperación o hipotética revolución salvífica, que ni durante un segundo contemplan ni toman en consideración porque: o bien lo desprecian de antemano con ciega desconfianza o bien no lo visualizan de manera consistente, o bien porque su mera posibilidad se estrella con sus circunstancias vitales, supuestamente envidiables, y las barreras protectoras del inconsciente dormido, custodio en tales confines de una realidad peor, tanto o más oscura. Son criaturas aledañas a las altas esferas de poder condenadas por ello a la oscuridad, que demandan incesantes mejoras en la ampliación y la seguridad de los muros aislantes de sus mansiones, mejoras incesantes en la mística neurótica, o la acústica totalmente desquiciada en el caso del músico, de su encastillamiento egocéntrico y solitario. Personajes inestables llenos de maniáticas excentricidades que con sus encargos desafiantes les abren a los arquitectos, en cualquier caso, las puertas del mundo interior de los bosques oscuros, por los que éstos sienten una fascinación irresistible.
El tono amargo y el estilo nervioso, con frecuencia martilleantemente claustrofóbico, que caracteriza las historias, discursos y monólogos que estos personajes despliegan, contrastan por tanto con el tono en principio neutral, interrogante, y el estilo abierto, precavido y profesional, de los arquitectos, que matizan en consecuencia los del relato tomado en su conjunto. Lo que resulta lógico, teniendo en cuenta los distintos modus vivendi de unos y otros. Al fin y al cabo los arquitectos, a diferencia de sus clientes, parecen tener su hogar en otro reino, igual que los lectores, y un tiempo propio al margen del radio de acción directa de los poderosos, uno que tal vez no es menos oscuro ni más luminoso pero que les es favorable, como quiera que sea, para escuchar y aceptar desafíos, para pensar, planificar, hacerse preguntas y dudar de todo, en el que son gratificados por su trabajo, gracias al cual pueden entrar en el reino oscuro y salir de él a voluntad, con amplia libertad de movimientos.
Por el otro lado, en los "pasajes atmosféricos", se traza una sugerente evolución de la figura del soberano a través de los tiempos, a través de la cual se perfila, también de manera sugerente, el ocaso del decadente poder de Occidente: una evolución que empieza con una aproximación a los dioses míticos griegos, tal como son presentados por Hesíodo en su Teogonía, continúa con semblanzas terribles sobre emperadores bizantinos, sobre epígonos de las grandes dinastías renacentistas, sobre la Europa de los monarcas absolutistas y algunos de sus verdugos, y acaba con interrogaciones diversas sobre los genocidas totalitarios del siglo pasado, el nihilismo, el vacío de la ciudadanía y la supuesta soberanía popular en el contexto de las democracias contemporáneas, siguiendo a este respecto las reflexiones proféticas de Nitzsche, Elias Canetti, Ciorán, R. Musil, etc.
Como la conexión entre los dos grupos de pasajes, los lados histórico y ficcional, es sugestiva, dependiente de hilos muy sutiles que dejan su entrelazamiento a la composición imaginativa del lector, es posible establecer diversas asociaciones simbólicas entre los soberanos y sus reinos, en cualquiera de sus configuraciones históricas presentadas, y sus personajes, entre el poder de unos y otros. De hecho, el desdibujamiento de los contornos temporales del relato, esa indeterminación fantástica entre la realidad histórica y la ficción narrativa, parece apuntar a drede en esa dirección. E invitar a hacer paralelismos sui generis entre el grado de soberanía y sociabilidad que detentan unos, o que delegan en sus validos, y el que soportan u oprimen a los otros, de manera ejemplar aplicable al gremio de los súbditos potencialmente más creativos, los artistas y constructores protagonistas, en cuanto soberanos de los mundos que crean. La diferencia entre personajes principales y secundarios deriva en gran medida de esta escala, la proximidad o lejanía respecto al centro del poder político; la soberanía de éstos, de la capacidad de reproducir o no el modelo de soberano más poderoso que está en el centro. Artistas que son reyes o matarreyes, rebeldes nihilistas, dictadores o líderes democráticos, de los mundos que proponen, crean o destruyen, comparten o imponen sin más al resto. Ilustran bien estas consideraciones, creo, las relaciones del pianista con su marchante y el anciano retratista real, las del duque con su administrador, las del escritor con su cocinero, las de todos ellos, incluyendo al
músico, con sus criados, con el supuesto reino interior y el circundante.
A este propósito quiero insistir en que la datación del relato es un tiempo fantástico ambiguo en el que, tanto los datos históricos como los hechos propiamente ficcionales nos enfocan, estemos donde estemos en cualquier punto de la lectura, hacia los escenarios borrosos desde el que las clases superiores gobiernan, evocando el poder y la gloria, sí, el corazón y las tinieblas de la vanagloria política y artística pasada, pero también las onerosas sombras que su legado oculto proyecta sobre nuestro presente, al menos hasta allí donde llegan las citas a Leonard Cohen y D. Bowie, en las páginas de libros eruditos igual que en los perfiles presuntamente comunicativos de nuestra querida aldea global hiperconectada. Todo lo cual me lleva a pensar que el autor de la novela realiza allí, por medio de una alegoría fantasmagórica, no sólo una radiografía abstracta del estado actual de nuestra civilización, sino una especie de exorcismo personal muy concreto. Me parece que, metafóricamente en varios sentidos, el reino oscuro deviene espejo crítico-paranoico, oscuro pero reflectante, para todo aquel que quiera buscar el otro lado del lado oscuro de su propio reflejo. El reflejo que capture será oscuro o claro, pesado o ligero, libertario u opresor, distorsionado o firme, lóbrego o alegre, soberano o indiferente, amargo o dulce o agridulce, o una combinación sintética, armónica o disarmónica, de opuestos, según la perspectiva física, moral y existencial, y del estado de libertad o de servidumbre por consiguiente, del que en él se refleja.
¿Qué significa, por ejemplo, la grandiosidad del mundo antiguo comparada con la grandiosad de nuestra decadente actualidad?, ¿y la revancha brutal de los demócratas ilustrados contra la naturaleza, en la que parecen hallar su abono favorito los jardineros díscolos y su creciente horda anónima de onanistas amenazantes?
De entre todas las historias que se cuentan en este libro, y son muchas, una de las que a mí más me sobrecogen es la del músico genial que evoca el caso de Mozart, promotor de la aparición del único "cisne blanco" que Alejandro Hermosilla acoge entre sus páginas. Creo que gracias a ella sobresale de manera estremecedora la historia del "cisne antagonista" pergeñado por R.Wagner en aquel libreto póstumo en el que Nietzsche entrevió el amanecer del totalitarismo, en cuyo símbolo, en especial con las alas desplegadas, parecen anudarse todas las referencias al poder oscuro del reino invocado, incluidas las arañas y las cuencas vacías de los ojos de los muertos, tal como augura su fabulosa portada, extendiendo sus plumas negras sobre una gigantesca montaña de cráneos humanos que, como es de suponer, no cesa de crecer, como el porcentaje de humanidad sacrificable necesaria para el progreso, imprescindible para el engrandecimiento neto de unos pocos, o de uno solo, ad infinitum.
Termino mi comentario señalando la esmerada edición publicada por Jekill & Jill así como, en particular, la elección del color oro brillante de la cubierta del libro, pues me parece a mí que no sólo encaja bien con el resto del diseño gráfico, sino que, con su gradación de sombras y brillos arrojadizos que cambian según la luz y el posicionamiento de la mirada, lanza a ésta un guiño subliminal muy acorde con las demandas del contenido literario y las dinámicas relativas de su reinado oscuro.
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